Tornem al cap de gairebé un any, aquest cop amb el que vindrien a ser un parell de pàgines del llibre "Historia general de las drogas" d'Antonio Escohotado, on l'autor, en forma d'epíleg resumeix la seva visió de la responsabilitat a l'hora de realitzar un consum de qualsevol substància. Fet que es podria extrapolar a qualsevol rutina, diferenciant el vici (on hi ha gran part de voluntat) de la dolència (on l'atzar hi pot tenir més influència). L'autor demostra un cop més la seva lucidesa i sentit comú més enllà del tabú:
«Comprensión es dominio.»
G.W.F. Hegel
La cuerda que sirve al alpinista para escalar una cima sirve al suicida
para ahorcarse, y al marino para que sus velas recojan el viento. Seguiríamos
en las cavernas si hubiésemos temido conquistar el fuego, y entiendo
que aquí, como en todos los demás campos de la acción
humana, hay desde el primer momento una alternativa ética: obrar
racionalmente -promoviendo aumentos en la alegría- y obrar irracionalmente,
promoviendo aumentos en la tristeza; una conducta irreflexiva acabará
haciéndonos tan insensibles a lo buscado como inermes ante aquello
de lo que huíamos. De ahí que sea
vicio -mala costumbre
o costumbre que reduce nuestra capacidad de obrar- y no
dolencia,
pues las dolencias pueden establecerse sin que intervenga nuestra voluntad,
pero los vicios no: todo vicio jalona puntualmente una rendición
suya.
Otra cosa es que presentar el uso de drogas como enfermedad y delito
haya acabado siendo el mayor negocio del siglo. Llevado a su última
raíz, este negocio pende de que las drogas no se distingan por
sus propiedades y efectos concretos, sino por pertenecer a categorías
excéntricas, como artículos vendidos en tiendas de alimentación,
medicinas y sustancias criminales. Una arbitrariedad tan enorme sólo
puede estimular desorientación y usos irreflexivos.
Tras lo arbitrario está la lógica económica de
dos mercados permanentes, uno blanco y otro negro. Esta dicotomía
aleja la perspectiva de que el campo psicofarmacológico se racionalice
alguna vez, con pautas de precio, calidad y dispensación que
le quiten a las drogas -a las drogas en general- su naturaleza de puras
mercancías. Salvo raros casos, como los vinos y licores realmente
buenos, apenas hay productos de mercado blanco capaces de subsistir
bajo condiciones de clandestinidad; sin embargo, al incluir los más
deseables en el mercado negro se aseguran superdividendos para sucedáneos
autorizados, mientras se multiplica el margen de beneficio para originales
prohibidos. Otra cosa no explotaría a fondo las posibilidades
del ramificado negocio, que juega con una baraja en la mesa y otra en
la manga.
En nuestra cultura sólo el alcohol, el café y el tabaco
se han refinado hasta niveles de artesanía, ofreciendo al usuario
un amplio margen de elección entre calidades y variantes. Además
de inducir continuas mutaciones genéticas, las bebidas construyen
y destruyen, desatan ternura y desatan ira, acercan y alejan a los individuos
de lo que son y de sus seres amados y odiados. Más modesto en
dones -sin un Dioniso-Baco, generoso y cruel como patrono- el café
despierta y apoya el esfuerzo de la vigilia, contrarresta el embotamiento
vinoso y sólo pasa factura del insomnio, sumada a trastornos
cardíacos, gástricos y hepáticos. El tabaco, quizá
la más adictiva de las drogas descubiertas, sigue tentando a
quienes lo abandonaron lustros y décadas después, presto
a devolver esa imperceptible sedación/estimulación ligada
a una coreografía de gestos y pequeñas servidumbres (encendedor,
cenicero, paquete, una mano inútil por ocupada) que llenan los
instantes vacíos de cada momento vivido.
A lo que aclaré en las páginas iniciales de este libro
sólo puedo añadir que rechazar el
Index farmacorum
prohibitorum me ayudó en el camino del autoconocimiento y
el goce, a veces mucho, aunque no lo bastante pronto como para rehuir
algunos de los fármacos promovidos. Mi hábito son los
cigarrillos; y si falta tabaco en lo antes examinado fue porque no me
siento imparcial, sino vicioso. Como las demás drogas me resultan
prescindibles, poseen un valor espiritual incomparablemente más
alto.
Sólo hace poco comprendía que la nicotina es una droga
esencialmente benéfica, eficaz para prevenir o mitigar varios
males (entre ellos el de Alzheimer), cuyos efectos adversos no derivan
de ella, sino de los alquitranes aparejados a ingerirla en forma de
pipas, cigarros o cigarrillos, mediando una combustión.
Lícita o ilícita, toda sustancia capaz de modificar el
ánimo altera la rutina psíquica, y rutina psíquica
se confunde a menudo con cordura; vemos así que el abstemio acude
puntualmente al psiquiatra para recibir camisas de fuerzas químicas
-los decentes neurolépticos-, y la sobria dama a recibir como
ansiolíticos unos toscos simulacros del opio. Sin embargo, no
conozco catadores de vino que sean alcohólicos, ni gastrónomos
que devoren hasta la indigestión. Lo común a ambos es
convertir en arte propio una simple costumbre de otros.
A pesar de sus promesas y sus realidades, la actual bioquímica
no puede por sí sola encontrar o recobrar la vida, como tampoco
-o más bien mucho menos- pueden lograrlo la dietética
o la gimnasia. Pero esa evidencia no la omite el proyecto de una ilustración
farmacológica. La omite precisamente quien alimenta tinieblas,
y en su cinismo sugiere como «paraíso» (culpable
o inocente) alguna ebriedad. Caras de una misma moneda imaginaria, ni
el paraíso ni el infierno hacen justicia a esa humilde pero real
aventura de sufrir y gozar los deseos, a medio camino siempre entre
la resignación y el cumplimiento.
La ilustración observa ciertos compuestos que -empleados razonablemente-
pueden otorgar momentos de paz, energía y excursión psíquica.
Su meta es hacerlos cada vez más perfectos en sentido farmacológico,
y a quien los usa cada vez más consciente de su inalienable libertad.
En otras palabras, su meta es la más antigua aspiración
del ser humano: ir profundizando en la responsabilidad y el conocimiento.